Tropelías
La bailarina que se desnudó ante las cámaras de Canal 13 no
engañaba a nadie y la tenía clarísima. Estar “en bolas”, confesó, era y
es lo de ella, ¿de qué desconcertarse, si nunca se propuso violar nada?
El programa se graba varias horas antes de ser emitido y lo que en él se
muestra y se dice es deliberado, está guionado y totalmente
preconcebido. Nadie puede quejarse de haber sido sorprendido.
Tampoco puede reclamar gran cosa en materia de no saber de qué se
trataba el indescriptible Aníbal Fernández, a quien no se le pasó por la
cabeza renunciar a la jefatura del Gabinete de ministros tras haber
asegurado que el activista sindical Rubén Sobrero era un incendiario de
trenes y que así ya lo había probado claramente la Justicia.
Desautorizado por el propio juez de la causa, Fernández ni se inmutó.
¿Debería alarmarse, acaso, el empresario de medios Daniel Hadad por
el hecho de que algunas antenas de sus numerosas radios quedaron
inutilizadas por el fuego, pese a estar emplazadas en un predio de la
Policía Federal en Buenos Aires? Claro que no, son gajes del oficio,
porque el tema de las antenas y las interferencias siempre lo ha
fascinado y no en vano es uno de los broadcasters de la Argentina con
mayor versación en cuestiones de seguridad, operaciones especiales y
penetración. Lo que desasosiega es que, pese a la mentada y endiosada
“Ley de Medios” del Gobierno, situaciones tan poco claras, como las de
radios privadas operando desde predios policiales, sigan
desenvolviéndose con naturalidad, demostración de que un renovado poder
regulatorio del Estado a partir de la famosa ley, logro del que se ufana
siempre Gabriel Mariotto, era pura espuma propagandística.
Tampoco hay espacio para el asombro cuando, tras las vociferantes
proclamas oficiales en el sentido de que la Argentina está blindada ante
la crisis mundial, se va advirtiendo, lenta pero visiblemente, que a
este país, como era lógico e inexorable, se le va nublando el cielo.
Esas certezas artificiales de blindaje eran voluntarismo de la peor
calaña, secuela del optimismo adolescente con el que el Gobierno se
arropa, convencido de que “las buenas ondas” son, sin más, el pasaje
seguro al triunfo final.
En este punto, se evidencia que la pequeña y mediana impunidad es un
rasgo ya constitutivo de la Argentina de hoy. Un fastuoso edificio de
argumentos, excusas, racionalizaciones y piruetas ideológicas hechas a
medida se han ido apilando como capas geológicas para casi todos los
conflictos. Es un país en el que se ha hecho irreductible la noción
profunda de vivir en “moratoria”, uno de los capítulos de la amnistía
permanente.
Una despenalización de hecho cruza la vida cotidiana de los
argentinos. Que un cargo oficial de la importancia y potencia de la
jefatura de gabinete de ministros sea la base material para perpetrar
irregularidades tan notorias suspende la respiración. ¿Dónde estaba
escrito que Fernández debía opinar a través de los medios de un tema que
estaba en el dominio de la actuación judicial, avalando una medida
inconsistente y cuya endeblez se advirtió enseguida?
Pero no se trata de un caso de mera imprudencia, aunque ese rasgo
implique en un funcionario de tal rango una falta imperdonable. Es que
todo el edificio de la gestión del Ejecutivo aparece plagado de
arbitrariedades, improvisaciones y corrimientos de lo que la norma
estipula. Este ya baqueteado jefe de Gabinete había acusado en su
momento a Fernando Solanas como culpable de otra jornada de estrago
ferroviario, pero tamaña imputación en nada quedó. Numerosos jueces
argentinos también proceden con caricaturesco rigor ante faltas menores,
pero son blandos como la crema ante las infracciones gruesas de los
poderosos. Esos mismos jueces, dueños de un narcisismo desbordante,
defienden sobreactuadamente y con uñas y dientes su honor si alguna
crítica los roza, pero aguantan con disciplina militante los
desaguisados de un Poder Ejecutivo tronante como el actual.
¿Es que acaso, por ejemplo, se sabrá alguna vez qué pasó con los
míticos prostíbulos propiedad de un juez de la Corte Suprema? ¿Llegará
el juez Oyarbide al hueso con el caso Schoklender/Bonafini? ¿O acaso el
Gobierno podrá demostrar que el “diálogo” con la satrapía de Irán
rendirá frutos que justifiquen la aparentemente inocente permisividad
argentina para con ese régimen?
La fantasía de blindar a la Argentina con puro voluntarismo no es un
invento de este gobierno, claro. Ya entre 2000 y 2001 la gestión de la
Alianza, de cuyo gabinete de ministros participaron varios funcionarios
de alto rango de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, invirtió
todas sus fuerzas en comprar un “blindaje” financiero que luego se
deshizo como castillo de arena. ¿Es muestra de sabiduría que la
Presidenta sostenga ahora, en medio de la tempestad planetaria, que la
Argentina está “blindada”? Mucho más patriótico y –sobre todo– eficaz
sería advertir que se vienen tiempos espinosos y que es conveniente
prever restricciones y turbulencias, en vez de negar la realidad y, al
contrario, dedicarse al simpático y tan argentino deporte del bardeo
primitivo: estamos bárbaro, mejor que nadie, derrochando optimismo y
ridícula positividad. Recuerda aquel “quédense tranquilos, van con el
César” que solía enunciar Carlos Menem cuando el Tango 01, que él
compró, volaba en zona de borrascas y sus invitados en la cabina se
sobresaltaban.
Los desnudos televisivos revelan en verdad la impalpable ética de una
sociedad que cree ser mucho mejor de lo que es. La desnudez es belleza y
erotismo, legítimos y estimulantes en la vida privada, aunque la
exhibición por TV de cuerpos cincelados y contorsiones atractivas se
usan para las neurosis nacionales como drogas ansiolíticas. El problema
es que, en la clave rústica y prostibularia en que se despliegan hoy por
los medios de este país sólo exhiben un profundo desprecio por la
mujer, cosificada y degradada, objeto de carne apetecido, que la tribuna
celebra en medio de rumorosos y ordinarios griteríos de excitación
primitiva. Nos muestran cuerpos sin atuendos, es cierto, aunque ese
estar “en bolas” revele proyectos un poco más turbios que la mera
seducción con la que la hembra desvestida se propone estimular
fantasías. Otra desnudez emerge, la que presenta, sin trapos que la
cubran, la delgada endeblez de las prioridades nacionales. Por ese lado
va esta secuencia: en el mundo del poder, nadie es responsable de nada y
nadie termina finalmente haciéndose cargo de sus tropelías.
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